Fuera de los clubes nocturnos de Nueva York el transcurrir de sus días era una lenta agonía de peleas con la Puchi (su mujer) y de pinchazos de heroína, un infierno que se hizo más agobiante desde el momento en que su hijo fue pulverizado de una bala en el pecho, de forma accidental pero certera. A partir de ese momento el guerrero perdió sus fuerzas, y lo único que lo mantenía vivo era la certeza de poder cantar cada vez con menos ímpetu pero con más sabor, el sabor de los dolores de su alma.
La leyenda de Héctor había sido forjada a fuerza de canciones en la prodigiosa década de los 70 en donde había sido el cantante más importante de una década llena de cantantes importantes. En esos años se convertiría en el indiscutible sonero del barrio latino de Nueva York. En esa misma década conocería centros de rehabilitación y desintoxicación y pasaría no pocas temporadas extraviado en el infierno de las drogas. Pero en la medida en que su vida se iba convirtiendo en un vendaval de desenfreno y de excesos, su carrera como cantante crecía vertiginosamente. Llegada la década de los 80 Héctor Lavoe era, que duda cabía de ello, el cantante de los cantantes, la voz de la salsa. Sin embargo los 80 trajo consigo el merengue y con ello la decadencia de la salsa. Decadencia que puso en peligro muchas carreras exitosas, incluso la del propio Héctor, cuya vida era cada vez más autodestructiva. Pero su talento era tanto que no dejó de producir discos y de hacer presentaciones.
En el año de 1986 un hecho reviviría los días de gloria del mítico sonero: es contratado para presentarse por primera y única vez en el Perú. Esto no había ocurrido antes, a pesar de que el pueblo peruano y en especial los chalacos (nombre que reciben los nacidos en el puerto del Callao) sentían por él una idolatría desmesurada. En agosto de ese año Héctor realiza seis presentaciones en la feria del Hogar, y desde ese momento quedó sellado con sabrosura, el amor incondicional que desde siempre existía entre el sonero boricua y el pueblo peruano. Esto representa un nuevo aire para un alicaído Héctor, y para el pueblo chalaco el descubrimiento de su ídolo mayor. A la despedida de Héctor asistirán 120.000 personas, éste realizará un último concierto (no regresará más) para marcar su despedida definitiva del Perú pero quedaría tatuado en el corazón de miles de peruanos. En 1987 y 1988 Héctor va a sufrir una serie de calamidades. En ese tiempo la muerte de su padre, de su suegra y, la más dolorosa, la de su hijo, lo sumen en un estado depresivo que lo lleva a lanzarse del noveno piso del hotel Regency en San Juan de Puerto Rico, caída de la cual logra sobrevivir, pero con un estado de salud tan precario que apenas puede caminar y hablar. Finalmente la factura de los excesos de Héctor llega con un saldo trágico: SIDA. Continúan los tormentos del sonero. Refugiado únicamente en una terrible soledad, de vez en cuando aparece para balbucear algunas estrofas de sus canciones en uno que otro circo, montado por empresarios vampiros que sólo se interesan en el dinero. Así la vida de Héctor se va extinguiendo poco a poco hasta que finalmente el 29 de junio de 1993 muere como consecuencia de que el corazón, de donde salió tanto sentimiento y sabor, se detuviera para siempre.