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El homenaje a la salsa en la capital argentina |
Dicen los que estuvieron en el lugar que la mulata quedó tendida en el piso luego de bailar frenéticamente con el apuesto desconocido que minutos antes de la confusa escena, entró robándose todas las miradas de las féminas presentes, que con ojos de lujuria mal disimulada clamaban en silencio su atención. Él solo se fijó en quien sería la próxima víctima de su movimiento de cadera, la invitó a bailar –ella no lo dudó ni un segundo, pues la sola presencia del tipo provocaba entregarse a los más placenteros pecados. La salsa se estrellaba contra los cuerpos de los presentes que no tenían más opción que moverse al son de la onda explosiva de sabor que embargaba aquella discoteca a las afueras de Cali, por allá en la década del 80. El frenesí de los bailadores se detuvo abruptamente cuando vieron tirada en el suelo a la mulata de cabello negro, piernas torneadas y caderas sugestivas que segundos antes bailaba con el misterioso bailarín que desapareció al tiempo que un olor penetrante a azufre se apoderó del lugar. La confusión reinó, pero aún no llegaba lo peor. Uno de los asistentes salió despavorido del baño gritando que en ese bailadero se había aparecido el mismísimo diablo, que la mulata había bailado con él y que por eso todo el lugar olía a azufre; la seguridad con la que vociferaba aquello tenía su fundamento en un mensaje que apareció en el espejo del baño que decía así: “Viernes Santo, muerte de Cristo. Viernes Santo yo revivo y riego sangre y temor entre los humanos”. Desde ese día hay quienes no se permiten curarse con rumba el mismo día que crucificaron a Cristo.
Esta es una de las leyendas urbanas más famosas de Cali, la ciudad que dice ser la capital mundial de la salsa.
Como toda leyenda urbana, aquella no trascendió más allá de sus fronteras geográficas. Más de veinte años después, un Viernes Santo a miles de kilómetros al sur de Cali, a muy pocos del Rio de la Plata, un considerable número de rumberos profanos hacían caso omiso al duelo por la muerte del mesías. Aunque el calendario indicaba que la brisa otoñal enfriaría la noche, el calor burlaba el pronostico del calendario. Salsa y Control de los Lebrón y toda la legión de pecadores a la pista. Había dos tipos de bailadores: los que hacían lo que podían para llevar el paso y los que se delataban como extranjeros a causa de la prolijidad de su baile –o al menos esa fue la clasificación que hice cuando me detuve a mirar en detalle la escena, mientras me obligaba a encontrarle el gusto a los primeros tragos de Fernet que me tomé en la ciudad a la que solo había llegado tres días atrás.
La temperatura del lugar subía con cada canción bailada, con cada mirada cómplice, con cada sonrisa furtiva, con cada intento de los cuerpos por reencontrarse con nuestra madre África. La Sonora Camarón se subió al escenario, esa noche rendirían un homenaje a la salsa colombiana -¡pecadores! No le cantaron ni una sola a la memoria del mesías-; ¿Salsa en vivo en Buenos Aires? ¿Homenaje a la salsa colombiana en La Ciudad de la Furia? No era tiempo para preguntas bizantinas:
-¿Bailás? –le dije a una desconocida que como yo, escurría sudor en cantidades industriales.
No respondió. Me tomó la mano y a bailar. La velocidad de sus pasos, la cadencia de su cadera, la firmeza de sus giros y la sincronía que logramos con la música que tocaba la orquesta, me hicieron creer que por pura casualidad había dado con una caleña que gozaba tanto la salsa como la gozamos los que crecimos con ella; bailaba como caleña: con soltura, sin pasos fabricados, asimétricamente; con una sonrisa estampada en el rostro y sin muestra de repulsión por el sudor compartido.
-Gracias che. –Me dijo cuando se acabó la canción.
-¿Sos argentina? –Le pregunté asombrado.
Sonrió y bailamos un par de veces más.
Ese Viernes Santo, el diablo que se apareció en la discoteca a las afueras de Cali, al parecer había llegado hasta Buenos Aires: se tomó los pasos de una porteña para que hiciera de las suyas al son de la conga, el bongó, la campana, el güiro y el timbal, y no contento con ello, calentó tanto esa noche de otoño que todos los presentes salimos escurriendo sudor. Nadie salió oliendo a azufre, eso habría sido demasiado evidente de parte del diablo.
Semana tras semana las mismas caras concurren a los mismos sitios donde desde hace no más de tres años la Salsa Brava -esa que habla del barrio, de la esquina; del que trabaja buscando trabajo, de los que tienen como único patrimonio la pobreza; la que cuenta las historias de personajes que nunca saldrán en la tapa de un diario; la que habla del amor y del desamor como sentimiento popular; esa que toma fotografías a la cotidianidad de seres de carne y hueso y que por fortuna ha escapado a la mafia de la radio- es protagonista de una movida cultural que está apostando por una rumba no solo para el entretenimiento de grupos de conocidos sino también para el encuentro de desconocidos alrededor de música que convoca más que al simple esparcimiento y goce individual.
Casi cada fin de semana coincidía con Guadalupe, la chica aquella que me sorprendió con su manera de bailar la noche de ese Viernes Santo profanado por el deseo impostergable de abdicar la compostura a causa del llamado de la rumba. Luego de bailar un par de canciones, completamente emparamada de sudor y con la respiración agitada por los rigores del movimiento desenfrenado me dijo: “No sé en qué momento me empezó a gustar la salsa, al menos no lo recuerdo. A diferencia de los países salseros como el tuyo, acá uno no aprende en el entorno familiar; de hecho ni mis viejos ni otros familiares bailan salsa ni ningún otro tipo de música. Aunque sí me gusta bailar desde adolescente. En el 2005 encontré un club de barrio cerca de mi casa donde daban clases de salsa cubana, habré estado como ocho meses tomando esas clases –una vez por semana- en las que me di cuenta que tenía mucha facilidad para bailar salsa. El problema era que no había muchas parejas masculinas para practicar –eso es muy usual acá, las mujeres somos mayoría siempre- y no podía avanzar demasiado. Durante todo ese tiempo nunca fui a bailar a un lugar por fuera de las clases, principalmente porque no tenía con quién ir y no salía mucho; pero tuve la suerte de encontrar gente en el camino que me recomendaba mucha música, sobre todo, en el 2008 un compañero de trabajo uruguayo de familia candombera, me hizo escuchar a El Grupo Niche, los Latin Brothers, El Gran Combo de Puerto Rico, Héctor Lavoe, Los Van Van de Cuba… Y finalmente, a fines de 2011 me reencontré con un conocido peruano, amante de la salsa, que me invitó a bailar a un boliche. Fue la primera vez que bailé por fuera de una clase, fue toda una revelación para mí. A partir de ahí comencé a salir más seguido, más que nada a ver bandas locales que tocaban en lugares under, no en boliches en sí ¡Bailar con bandas en vivo me rompió la cabeza! Creo que en esos bailes fue donde más aprendí a improvisar, a dejarme llevar… Y… Así empecé a conocer gente que me llevaba a conocer más movidas. En esas sigo hasta hoy”.
Diana Ordoñez Hincapié -más conocida en el mundo de rumba salsera de Buenos Aires como Dj Siguaraya- es una caleña que llegó hace cuatro años a la ciudad y casi sin planearlo se convirtió en una promotora de la movida salsera en la Capital Argentina: “En Vicente López está Casa Locombia, una pensión donde han llegado a vivir muchos colombianos. En ese lugar de vez en cuando hacíamos algunas rumbas, yo empecé a dar clases de baile en centros culturales de la ciudad y con el tiempo comenzamos a hacer algunas fiestas de salsa destinadas principalmente a colombianos a las que con el tiempo empezaron a caer argentinos. Yo sí creo que la llegada de colombianos y particularmente de caleños a Buenos Aires ha influido en que se esté gestando una movida alrededor de la salsa”, afirma.
Estas fiestas que semana a semana se toman algún centro cultural de la ciudad o uno que otro bar que no figura en el mapa de la rumba mainstream, paulatinamente han propiciado la conformación de más de una decena de orquestas de salsa. Pedro Gabriel Rodríguez, percusionista de una de estas orquestas, El Sindicato Quintana, afirma que “no solo se han conformado nuevas orquestas de salsa en los últimos años, sino que lo más importante es que la gente está aprendiendo a bailar desde la ignorancia. Algunos toman clases de baile, pero la mayoría está aprendiendo viendo a otros bailar; así la bailada sale más natural. A finales de los 80 y principios de los 90, empezó a entrar la salsa a la Argentina pero el boom no duró mucho. Desde hace unos diez años o un poco más, ha vuelto gracias a la llegada de colombianos, peruanos, ecuatorianos y venezolanos que tren la data desde allá. Los músicos de aquí tenemos una inquietud investigativa por la salsa. Así como te metés en el género, el género se mete en tu vida”.
Aunque la Salsa Brava se haya cocinado entre el Caribe y Nueva York, y fuera adoptada como propia sobre todo en Colombia y en algunas partes de Venezuela, Ecuador y Perú; no es incomprensible su reciente acogida en espacios underground de Buenos Aires. En primer lugar porque existe una relación musical entre el candombe del Atlántico Sur y la música afrocaribeña: las dos músicas encuentran sus raíces en el tambor, en nuestra Madre África que nos inyectó en la sangre la incomodidad en la quietud del cuerpo cuando es zarandeado por la vibración de los cueros. Y en segundo lugar, porque la Salsa Brava lleva en muchas de sus letras la melancolía del tango. Como él, reconstruye el acontecer del oficio de vivir; las dos músicas son un canto de resistencia a la idea de una vida pulcra, estilizada, siempre sonriente, “distinguida”, blanca y triunfadora creada y recreada por la sociedad de consumo. Así, la Salsa Brava se convierte en una trinchera desde donde se dispara contra la intensión calculada de la cultura hegemónica de blanquear todo lo que huela a popular.
El atípico otoño del 2015 fue dando paso intermitentemente a oleadas de frio que anunciaban la llegada del invierno. El cambio de temperatura no solo se puede ver reflejado en la ropa abrigada que usan los transeúntes, la expresión corporal también cambia: los que no caminan mirando al suelo para evitar el choque del viento frio y seco, andan con la cara tensa sin el más mínimo atisbo de sonrisa; en sus pasos se puede advertir el grado de tensión de todos sus músculos y como si el antídoto contra el frio fuera reducir a su mínima expresión el movimiento, la mayoría caminan con las manos dentro de los bolcillos castrando la soltura del caminado.
A pesar del frio, cada semana las mismas caras se ven en los mismos lugares que han abierto sus puertas a la calentura que produce el fogón donde disc-jockey, músicos y sobre todo bailadores cocinan colectivamente la salsa. Los cuerpos tensos no pasan el umbral de la puerta y si lo logran cruzar, rápidamente son conjurados por el calor del ambiente, las sonrisas constantes, las miradas cómplices y los cuerpos entregados al capricho del ritmo.
Debe ser que el diablo se metió a Buenos Aires, pero esta vez no dejó a una mulata tendida en el piso ni un olor penetrante a azufre. Esta vez, ha dejado a muchos con ganas de bailar hasta quedar tendidos en un andén sudando guaguancó y tomándose una cerveza o un Fernet, mientras el calor del cuerpo se resiste a volver al infierno de una madrugada de invierno.